EL VALOR SIMBÓLICO DEL DAMERO Y SU REPRESENTACIÓN EN EL ARTE



Debo reconocer, ante la tarea de exponer aquí este breve pero intenso trabajo, una sensación de ingenua responsabilidad, en el ámbito profundo y privado de mí ser en este instante único que comparto con vosotros.

He decidido moverme sobre territorio por mí conocido, el del arte, pues en él encuentro el pretexto para analizar al individuo, estudiarlo, desmenuzarlo, intentar comprenderlo y llegar al fin último de un no sé qué que intuyo, que intento alcanzar con mis manos y que siempre acaba deslizándose lentamente entre mis dedos.

El arte, ese capricho y necesidad primaria del ser humano, juego de sentido y significado, manifestación estética de una realidad voluble. Irremediablemente unido a él, el símbolo, ese fiel acompañante del individuo desde el momento en que éste se hace consciente de su propio mundo y del que le rodea. Cuando el antiguo hombre primitivo dibuja en las cuevas comienza a establecer un vínculo entre la realidad terrena y aquella metafórica más allá de lo visible. El ser humano concibe su devenir entre dos mundos y lo mágico acompaña su deambular por la existencia.

Vamos a abordar aquí un símbolo poderoso, el damero, y su representación más común, en el tablero del juego del ajedrez, como depositario de una suerte de “juego” simbólico y representativo del arcaico deseo de trascendencia espiritual del hombre.

El ajedrez es uno de los juegos que con mayor profusión se ha representado artísticamente a lo largo del tiempo. Sus reglas y apariencia estética, que nos remiten no sólo a una representación de la guerra sino también de la vida han servido y sirven de excusa a las artes visuales para su figuración.

Su origen podría estar asociado al mundo persa. Si bien es cierto que algunas conocidas imágenes egipcias y griegas nos remiten al juego que conocemos, se ha demostrado que pudieron ser similares al ajedrez pero no dentro de su línea genealógica. Incluso debemos destacar cómo el ajedrez persa se jugaba sobre escaques monocromáticos, que son sustituidos por una alternancia de casillas blancas y negras a partir de su introducción en Europa en el siglo X para facilitar el juego. Tal cual lo conocemos en la actualidad, lo podríamos situar en el siglo XV.

Sin embargo, no quiero centrarme ahora en la iconografía de las representaciones históricas del ajedrez, ya que me interesa particularmente el período alrededor de los comienzos del siglo XX, en que este juego en el arte comienza a adquirir, para determinados artistas, un marcado carácter conceptual y acrecienta su carácter simbólico con respecto al tiempo precedente. Las décadas finales del siglo XIX, suponen para el arte el alejamiento progresivo, en sus más destacadas corrientes, de unas temáticas centradas en los grandes temas de historia o religiosos, que cumplían la finalidad de mostrar la realidad y expresar los ideales políticos, morales o religiosos de la colectividad.  Estos cambios, se desarrollan en un nuevo siglo que abría los ojos al futuro con verdadera expectación. Las revoluciones científicas, el psicoanálisis, la industrialización junto a algunos de los grandes inventos del siglo XIX como la fotografía, los automóviles, la luz eléctrica, el gramófono, el cine, explican, en parte, el cambio dinámico de las mentalidades y un nuevo modo de ver el mundo, que se desarrolla a lo largo del siglo XX, bajo una vertiginosa perspectiva de la innovación que germina y evoluciona de modo exponencial, lo que se refleja en el arte a través de una continua sucesión de ismos y tendencias.

Surgen nuevos modos de representación, que intentan romper con el sistema ideado en la Italia del Renacimiento, en el que a través de la geometría y sus sistemas perspectivos, el cuadro se convertía en una ventana abierta a la realidad. Una nueva filosofía les dará “fuerza para alejarse de la realidad visual y romper completamente con la perspectiva del único punto-foco que representa el mundo tridimensional y euclídeo”, de algún modo esa nueva filosofía les abrirá el camino hacia el cuestionamiento de una realidad diferente; reclamará el interés de artistas, filósofos, matemáticos, escritores y pensadores en general, la cuarta dimensión, cuya época dorada se sitúa a finales del siglo XIX y principios del XX. Será de gran importancia para entender la concepción espacial cubista y sus repercusiones, pero también la eclosión de la representación del ajedrez, que en estos momentos se convierte en un motivo recurrente para los artistas.

Aquélla, la “cuarta dimensión”, venía a proponer, entre otras cuestiones, cómo un ojo cuatridimensional vería un objeto tridimensional. Éste contemplaría toda la superficie exterior del objeto desde todos los puntos de vista, pero también su interior, como si observásemos a través de un microscopio un organismo unicelular dispuesto entre dos cristales, lo que fascinó a los cubistas, los alejó por fin de la perspectiva renacentista y dio a sus cuadros esa apariencia de total facetación del objeto. Éste no se representa ya tal como lo ve el ojo, sino realmente como es. Metafóricamente podríamos entender ese espacio como el lugar desde el que el mundo que se nos presenta ante los ojos se desmenuza, analiza, investiga, se intenta comprender, ver más allá de lo meramente visual.
También se establecía una analogía dimensional entre el individuo y su “espacio”: si un cuadrado, fuera rotado alrededor de una de las líneas que teóricamente lo cruzarían, la imagen resultante sería la del mismo cuadrado “a través del espejo”, una imagen especular. De ser un ser humano el rotado el reflejo sería imposible en un mundo tridimensional, pues estaría invertido, por lo que ese reflejo se situaría en la cuarta dimensión. Acaso la propia dualidad del blanco y negro de los escaques pueda referirse al uno (el cuadrado negro o viceversa) y su reflejo (el cuadrado blanco), a través del espejo, lo que nos conduce a una reflexión acerca de la infinitud, ¿pues no cabría la posibilidad que ese reflejo pudiera tener a su vez otro y así sucesivamente, dando lugar así a un damero sin fin?

Debemos anotar cómo la idea del espejo o de ese traspasarlo, está asociada al damero y éste con el acceso a una suerte de mundo, digamos, diferente, podríamos decir de las ideas o el conocimiento, el damero como un camino consciente. Un ejemplo lo encontramos en la obra de Alicia a través del espejo de Lewis Carroll, en el que tras penetrar en el espejo Alicia adopta el rol de una pieza de ajedrez cuya finalidad es la de llegar al final del tablero para coronarse reina, momento en que termina la obra.

O un ejemplo más actual. En la película Matrix, antes de su conversación con Morfeo, el protagonista, Neo asciende unas escaleras cuyo suelo se presenta como un damero. Tras decidir tomar la píldora que le conducirá al mundo real,

Neo es engullido literalmente por un espejo.

Idea de camino hacia la que nos remite también la propia configuración del tablero del ajedrez. Simplificando enormemente su gran carga simbólica y numerológica, ya su propia forma, el cuadrado, nos viene a referir lo terrenal, lo humano, en definitiva lo manifestado, el cuaternario (podemos hablar de las cuatro edades del hombre, las cuatro estaciones, los cuatro elementos…). Ese cuadrado se subdivide a su vez en otros menores, se presentan ocho columnas por base o por lado, lo que da lugar a 64 casillas, que se corresponden, en la tradición hermética, al cuadrado mágico de Mercurio-Hermes, y así el tablero se convertiría, a semejanza de aquel Dios psicopompo, en un transmisor entre los hombres y los dioses y viceversa, en un transmisor/camino entre dos mundos/espacios diferentes.

A su recurrente presencia en movimientos de vanguardia, debemos destacar su utilización por parte de artistas que más allá de una mera representación de la guerra o en general la confrontación, que es la más habitual de todas ellas, vieron en el damero un sentido profundo de recorrido individual, en un continuo vascular del blanco al negro, un camino fronterizo, entendiendo por frontera en este caso, el límite hacia un conocimiento profundo de la realidad, un camino, como hemos dicho, consciente, cargado de sentido en que el significante adopta la capacidad de penetrar metafóricamente en el individuo y revestirse de fuerza significativa.

El símbolo puede adoptar tantas lecturas y producir tan variadas sensaciones como individuos lo enfrenten. Aprehenderlo en su totalidad requiere vivirlo desde la entrañas al intelecto y de éste de nuevo a las entrañas. Dejarse conducir por las sensaciones que éste produzca, pues ésa es su verdadera esencia y su sentido. Su mayor logro, transportar al individuo, quizá sólo por un instante… un viaje infinito que dura tan sólo un segundo.


Alicia Gálvez

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